miércoles, 7 de julio de 2010

Pasión flamenca


Esta es la niña de los zapatos verdes.

La tata grande para mí, la pequeña (de cuatro hermanos) para ellos. La culpable de que el domingo aplaudiéramos más que en ningún otro concierto al que hayamos asistido en nuestra vida. La que nos hizo soltar unos lagrimones que sólo una madre derramaría. Claro que su madre no estaba allí, ni tampoco su padre. Quizá por eso nuestros gritos agitanaos ("¡guapaaaaa!", "la niña los zapatos verdeeeh!"). Quizá por eso el llanto que viene sin que uno se entere. Y viene por el sonido de los tacones sobre la tarima, por las caras compungidas de las bailarinas, por esa emoción contenida que se expresa con el cuerpo. Y es que tú, además de bailar, cantabas; cantabas una melodía que cada uno se hizo suya, y que era a la vez la misma para todos. No hace falta que hables. No hace falta que manches tu bonito vestido de topos con palabras como enfermedad, azar, incertidumbre o sacrificio. No lo hagas. Porque allí arriba estabas espléndida, en tu belleza y en tu madurez, en tu lucha interna y en tu sueño de artista. No hables. Sólo baila, y el repiqueteo de tus zapatos y tus palmas llegará allí dónde nosotros estemos.

Allí dónde ella esté.



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