Capítulo V
El consejo de una Oruga (Fragmento)
Alicia y la Oruga se contemplaron mutuamente durante un rato en silencio; por fin; la Oruga retiró el narguile de la boca y se dirigió a ella con voz lánguida y soñolienta.
- Quién eres tú? - dijo la Oruga.
No era éste un principio alentador para una conversación. Alicia contestó con cierta reserva:
- Yo..., yo... ahora no sé muy bien, señor..., pero sí sé quién era cuando me levanté esta mañana; me parece que he debido cambiar varias veces desde entonces.
- ¿Qué quieres decir? - dijo la Oruga en tono severo -. ¡Explícate!
- Me temo, señor, que no puedo explicarme a mí misma - dijo Alicia -, porque yo ya no soy yo, como podrá ver.
- No, yo no veo nada - dijo la Oruga.
- Mucho me temo que no puedo explicárselo con mayor claridad - respondió Alicia muy cortés -, porque, para empezar, ni yo misma puedo entenderlo; y cambiar tantas veces de tamaño en un solo día es muy desconcertante.
- No lo es - dijo la Oruga.
- Bueno, quizá a usted no se lo haya parecido hasta ahora - dijo Alicia -; pero cuando tenga que volverse crisálida... y eso le pasará algún día, ¿sabe?... y luego mariposa, seguro que le parecerá un poco raro.
- Pues no - dijo la Oruga.
- Bueno, quizá sus sentimientos sean diferentes - dijo Alicia -; yo sólo sé que para mí sería muy raro.
- ¡Para ti! - dijo la Oruga desdeñosamente -. Y ¿quién eres tú?
Esto los devolvía al principio de la conversación. A Alicia le irritaba un poco oír a la Oruga responder con unas observaciones tan cortantes, y estirándose cuanto pudo dijo muy seria:
- Me parece que es usted quien debería decirme quién es primero.
- ¿Por qué? - dijo la Oruga.
Era otra pregunta que la ponía en apuros; y como no se le ocurrió ninguna buena razón, y la Oruga parecía estar de un humor muy desagradable, le dio la espalda para irse.
- ¡Vuelve aquí! - le gritó la Oruga -. ¡Tengo algo importante que decir!
Aquello sonó más que prometedor, desde luego. Alicia dio media vuelta y regresó.
- Domina tu mal genio - dijo la Oruga.
- ¿Eso es todo? - respondió Alicia disimulando su rabia lo mejor que pudo.
*
Capítulo VI
Cerdo y pimienta (Fragmento)
El Lacayo-Pez empezó sacando debajo del brazo una gran carta, casi tan grande como él mismo, y se la tendió al otro dicéndole en tono solemne: "Para la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al croquet." El Lacayo-Sapo repitió en el mismo tono solemne, pero cambiando un poco el orden de las palabras: "De la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet".
Luego, ambos se hicieron una profunda reverencia y los rizos se les enredaron.
Alicia se rió tanto con esto que tuvo que meterse corriendo en el bosuq epor miedo a que la oyeran; y, cuando volvió a asomarse, el Lacayo-Pez se había ido, y el otro estaba sentado en el suelo cerca de la puerta, mirando estúpidamente al cielo.
Alicia se acercó llena de timidez a la puerta y llamó:
- Es del todo inútil llamar - dijo el lacayo -, y ello por dos razones: primera, porque yo estoy del mismo lado de la puerta que tú; segunda, porque dentro están armando tanta bulla que nadie podría óírte.
Y realmente, dentro estaban armando un jaleo extraordinario: aullidos y estornudos constantes, acompañados de vez en cuando por un gran estrépito, como si un plato o una olla se hicieran añicos.
- Por favor - dijo Alicia -, dígame entonces cómo puedo entrar.
- Llamar a la puerta podría tener algún sentido - continuó el Lacayo sin hacerle caso - si la puerta estuviese entre nosotros dos. Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías llamar, y entonces yo podría dejarte salir, ¿entiendes?
No dejaba de mirar al cielo mientras hablaba, cosa que a Alicia le apreció de muy mala educación. "Pero quizá no pueda evitarlo - se dijo para sí misma -; tiene los ojos tan cerca de la coronilla. De cualquier modo, podría contestar a las preguntas".
- ¿Cómo puedo entrar? - repitió en voz alta.
- Yo estaré sentado aquí hasta mañana - comentó el Lacayo.
En ese momento se abrió la puerta de la casa, y del interior salió volando un gran plato que iba derecho a la cabeza del Lacayo; no hizo más que pasar rozándole la nariz, e ir a romperse en mil pedazos contra uno de los árboles que había a sus espaldas-
- ... o quizás hasta pasado mañana - prosiguió el Lacayo en el mismo tono, como si no hubiera pasado nada.
- ¿Cómo puedo entrar? - volvió a preguntar Alicia en tono más alto.
- ¿Tienes que entrar necesariamente? - dijo el Lacayo -. Ésa es la primera cuestión, ¿sabes?
Lo era, sin duda; sólo que a Alicia no le gustó que se lo dijeran. "Realmente es espantosa - murmuró para sus adentros - la manera que tienen de discutir todos estos bichos. ¡Es como para volver loco a cualquiera!"
El Lacayo pareció pensar que aquélla era una ocasión magnífica para repetir su comentario con variaciones:
- Estaré sentado aquí unas veces sí y otras no, días y días.
- Pero yo, ¿qué debo hacer?
- Lo que se te antoje - dijo el Lacayo, y se puso a silbar.
- Es inútil hablar con él - dijo Alicia desesperada - , ¡es completamente idiota! -. Y abrió la puerta y entró.
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