sábado, 11 de junio de 2011

Made in Calanda


Todo el cine de Buñuel se encierra en el problema de hallar la buena distancia de observación: bastará acercar o alejar la cámara, cambiar el ángulo de filmación, para descubrir facetas nuevas (ocultas) del mundo y de las cosas. De esta forma el espacio clausurado de la convención burguesa termina abriéndose sobre el abismo del vacío. Y la cámara cinematográfica comienza a mostrar su auténtico carácter de puerta abierta, de umbral que nadie se atreverá a franquear, hacia el misterio. En este sentido el plano emblema de El Ángel Exterminador es esa imagen en la que podemos observar, enmarcado por los límites que separan el salón principal del salón pequeño, el azaroso deambular, arriba y abajo, de los personajes como si estuviéramos ante un escenario teatral.

De forma casi directa podemos pasar al nivel de lectura que denominaré antropológico. La película propone, en esta dimensión, una lectura inmediata: el microcosmos convocado (militares, aristócratas, médicos, artistas, arquitectos, financieros, pero también sus criados, representados por Julio, el mayordomo) sufren un proceso regresivo que parece conducirlos de un estadio de cultura a otro de naturaleza. Poco a poco, todas las reglas se van rompiendo, las máscaras van cayendo una tras otra, y se hace necesario volver a esos momentos fundadores en los que el grupo social sella su coherencia en torno al doble sacrificio de la sangre humana y de la virginidad de sus mujeres. No puede extrañar que una de las diguras centrales puestas en escena por el film sea la de la ruptura del tabú del incesto, claramente representado en la pareja de Juana y Francisco. Todo en la mansión de la calle Providencia se encamina inexorablemente hacia un nuevo (des)orden en el que se habrán abolido los límites que fundan la misma posibilidad de la vida en sociedad. 

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El film de Buñuel se presenta - a diferencia de sus iniciales trabajos surrealistas - como un film abiertamente narrativo, en el que, antes que nada, hay una historia reconocible en la que, con independencia del parti pris inicial, todo parece desarrollarse de acuerdo a parámetros básicos que no cuestionan, en cada paso, los de nuestra experiencia cotidiana. Lo interesante es que, a cada instante, esa lógica causal es puesta en crisis por las repeticiones, la ironía, la apertura de vías paralelas, la convocatoria de imágenes cargadas de un simbolismo codificado, etc. ¿Es por tanto, pertinente tomar al pie de la letra al Buñuel que hacía colocar como introducción a la versión francesa del film la advertencia siguiente?: "Si el film que van a ver les parece enigmático e incoherente, también la vida lo es. Es repetitivo como la vida y, como la vida, sujeto a múltiples interpretaciones. El autor declara no haber querido jugar con los símbolos, al menos conscientemente. Quizá la mejor explicación de El Ángel Exterminador sea que, racionalmente, no hay ninguna".





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Entregado de lleno al vértigo de las interpretaciones, el espectador ve como toda su actividad acaba desembocando en la imposibilidad de atrapar el sentido, de poner puertas al campo de la significación, de reducir esta última a una configuración unívoca y manejable, de salir, en otras palabras, del círculo cerrado de los signos en rotación. Quizá si quisiéramos proceder a sintetizar en una fórmula, sin duda polémica, todas estas ideas deberíamos decir que estamos ante un film que no se propone llevar a cabo la imposible tarea de no decir nada sino la posible, pero enormemente compleja, de enunciar, mediante una serie de bien estudiadas estrategias narrativas de carácter deceptivo, la noción misma de /nada/.

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No quiero dejar de lado la posibilidad de ver en este film un caso ejemplar de cristalización de uno de los sueños buñuelianos: llevar a cabo la puesta en escena de las expectativas de un espectador estandarizado al que, sistemáticamente, se le niega la consolación del acceso a un sentido claro y unívoco. Trufando el film de imágenes cargadas de un potencial simbólico obvio, inscribiendo en una situación irreal comportamientos exquisitamente realistas, convirtiendo la obra en el centro de un inacabable sistema de recurrencias, se consigue someter al espectador a un sádico sistema de ducha escocesa en el que la suspensión de la incredulidad, capaz de asegurar su inserción en el relato, es puesta en duda mediante un sabotaje despiadado al contrato de confianza que se le propone de manera implícita. Al contrario de tanto y tanto cine basado sobre el trivial halago al espectador, lo que todo el cine de Buñuel pone en juego (y El Ángel Exterminador lleva al extremo) no es más que la denegación permanente del placer del ojo, de su teórica posibilidad de unir con el cemento del sentido el incesante discurrir de las imágenes.

El espectador ya no es el centro motor del espectáculo sino el objetivo - la presa - de una manipulación abiertamente confesada. Alternativamente sordomudo - Tristana -, situado en los umbrales mismos del misterio - El Ángel Exterminador - cuando no radicalmente amputado de lo que le construye como tal - Un chien andalou - ese espectador, ese ojo siempre acechante es constantemente puesto en su lugar: ojo mutilado, ojo incompleto. Única omnipotencia posible: la del director, organizador definitivo de la gran operación de dispersión del sentido (se trata de aventarlo no de construirlo). Contra lo que es habitual en los discursos representativos, aquí no se trata de crearlo, sino de anularlo; de proceder a su incineración para mejor poder airear sus cenizas al viento del espectáculo cinematográfico.


¿Cómo dejar de ver en el prólogo de Un chien andalou una auténtica declaración de intenciones? Pocos cineastas han manifestado sus intenciones tan a las claras. Desde el principio anunció sus propósitos con nitidez: tratar al espectador como objeto de disección, colocarlo, una y otra vez, ante la imposibilidad de discernir, anestesiando su capacidad de hacer surgir el sentido a partir del flujo de imágenes que se le proponían. Tender, en definitiva, una trampa a un ojo - trampantojo, trompe-l'oeil - al que se invita a escrutar una realidad, unas imágenes - ¿cómo distinguir una de otras? - para mejor someterlo al implacable escalpelo del cine.

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Santos Zunzunegui. Paisajes de la forma. 
Fragmentos.

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