lunes, 8 de junio de 2015

(videocuentos vol. X)


Mi madre siempre me repite que en esta vida es importante establecer prioridades y ser organizado. Por eso yo dedico mucho tiempo a apuntar las cosas que debo hacer en una libreta roja cuadriculada, bastante más vulgar y corriente que su agenda forrada en piel. En un intento por imitarla y seguir sus consejos, trato de determinar un orden mental para mi día a día. Elaboro un “full de ruta” para los próximos meses, un manual de instrucciones para el verano, un plan de evacuación del polígono de Sant Joan para cuando llegue el momento.

Así que a todas horas apunto y borro, escribo y tacho, hago y deshago para al final, irremediablemente, arrancar las hojas y tirarlas a la basura. Esta especie de ritual macabro del tiempo da a veces una falsa seguridad. Da cierto placer como fumar y beber, como masturbarse, como pintarse las uñas un domingo en el jardín, como tomar el sol hasta quemarse. Es el placebo de los ansiosos, de los despistados, de los maníacos. De los demasiado jóvenes y también de los demasiado viejos. Y es que, bueno, si tal como lo pinta Bauman, en el siglo XXI todo es inseguro, inestable y pasajero, el único consuelo que me queda es atarlo todo de esta manera. Y echarle pimienta, lima y jengibre a su llamada “modernidad líquida” y a los gintonics que preparas en tu cocina.



Y hablando de comida, pienso que, el día que reaprenda a escribir (a escribir de verdad) te contaré por qué la frase “cómete los cereales” se ha convertido en una metáfora de las cosas que has hecho por mi y que todavía no sabes. Te contaré que está la gente cuya ambición empieza a darme miedo y que luego estás tú. Que están las hojas del calendario pasando por mi lado sin decir adiós y que luego estás tú. Pero todavía no es momento para abandonarse a la ñoñería porque estoy muy ocupada escribiendo en el cuaderno las listas de cosas que tengo que hacer esta semana que a su vez contienen listas de otras listas con más listas de…

Ah. 
Aquí dice que mañana a las 22:10h tengo que estar en Sants.

Pero de esto me hubiese acordado de todos modos.

* * 


jueves, 10 de octubre de 2013

La muerte es un ruido de fondo

Nuestra casa mostraba un aspecto viejo y mustio, con la luz del porche iluminando un triciclo de plástico y una pila de troncos de cera y serrín destinados a proporcionar tres horas de llamas coloreadas. Denise, sentada en la cocina, hacía sus deberes sin perder de vista a Wilder, quien había descendido por la escalera y permanecía sentado en el suelo y abstraído en la contemplación de la puerta del horno. Edificios en silencio, jardines suavemente inclinados y envueltos en sombras. Cerramos la puerta y nos desnudamos. La cama estaba hecha una pena. Revistas, barras de cortina, un negruzco calcetín de niño. Babette canturreó algo extraído de un espectáculo de Broadway mientras depositaba las barras en un rincón. Nos abrazamos, nos dejamos caer sobre la cama de un modo controlado y ajustamos nuestras posturas zambulléndonos mutuamente en nuestros cuerpos, intentando apartar las sábanas con los tobillos. Su cuerpo cuenta con varias depresiones alargadas, lugares en los que la mano puede detenerse a explorar, espacios que aminoran los ritmos. Estábamos convencidos de que algo habitaba en el sótano.

— ¿Qué quieres hacer? — dijo ella.
— Lo que tú quieras.
— Lo que sea mejor para ti.
— Para mí, lo mejor es complacerte — dije.
— Quiero que te sientas feliz, Jack.
— Me siento feliz cuando te complazco.
— Tan sólo quiero hacer lo que tú quieras.
— Y yo quiero hacer lo que sea mejor para ti.
— Pero puedes complacerme permitiendo que sea yo quien te complazca — repuso ella.
— Como elemento masculino, considero que complacer al otro forma parte de mi responsabilidad.
— No estoy segura de si eso es una declaración afectuosa y sensible o una observación sexista.
— ¿Acaso está mal que el hombre se muestre considerado con su pareja? 
- Tu pareja cuando jugamos al tenis —cosa que, dicho sea de paso, deberíamos empezar a hacer de nuevo—, pero aparte de eso soy tu mujer. ¿Quieres que te lea?
— Magnífico.
— Sé que te gusta que te lea cosas sexy.
— Pensé que a ti también te gustaba.
— ¿Acaso no es básicamente la persona a la que se está leyendo la que obtiene la satisfacción y el beneficio? Cuando leo para el Viejo Treadwell no es precisamente porque encuentre estimulantes esos periodicuchos.
— Treadwell está ciego, y yo no. Pensé que te gustaba leer pasajes eróticos.
— Me gusta si te gusta a ti.
— Pero es que también tiene que gustarte a ti, Baba. ¿Cómo iba a sentirme yo, de otro modo?
— Yo disfruto con que te guste mi lectura.
— Tengo la sensación de que estamos echándonos una patata caliente el uno al otro. Una patata caliente que consiste en determinar quién es el que disfruta con ello.
— Me apetece leer, Jack. En serio.
— ¿Estás total y completamente segura? Porque si no es así, en modo alguno lo haremos.

Alguien encendió el televisor en un extremo de la casa y una voz de mujer dijo: «Si se parte en trozos con facilidad se denomina esquisto, y huele a arcilla cuando se moja.» Escuchamos el suave y constante murmullo del tráfico nocturno.

— Elige siglo —dije—. ¿Quieres leer algo acerca de esclavas etruscas o prefieres calaveras georgianas? Creo que tenemos cosas que hablan de burdeles de flagelación. ¿Qué me dices de la Edad Media? Tenemos íncubos y súcubos. Monjas en abundancia.
— Lo que prefieras.
— Prefiero que elijas tú. Resulta más sexy de ese modo.
— Uno elige y el otro lee. ¿No es mejor lograr un equilibrio, una especie de toma y daca? ¿Acaso no es eso lo que realmente lo hace sexy?
— Tensión , suspense... estupendo. Elijo yo.
— Y yo leo —repuso ella—. Pero no quiero que elijas nada en lo que aparezcan hombres literalmente en el interior de las mujeres u hombres que penetran a las mujeres. «La penetré.» «Me penetró.» No somos vestíbulos ni ascensores. «Le deseaba en mi interior», como si el otro pudiera arrastrarse por completo dentro de ella, firmar el registro, dormir, comer, etcétera. ¿Podemos dejar eso claro? No me importa lo que hagan esas personas siempre y cuando no penetren ni sean penetradas.
— De acuerdo.
— «La penetré y comencé a embestirla.» completamente de acuerdo —dije.
— «Penétrame, penétrame, sí, sí.»
— Sin duda, un estilo totalmente absurdo.
— «Clávamela, Rex. Te quiero dentro de mí, quiero que me penetres con fuerza, quiero que me penetres profundamente, sí, ahora, ¡oh!»

Comencé a notar que se anunciaba una erección. Qué estúpido todo, cuán fuera de contexto. Babette se echó a reír ante sus propias frases. La televisión dijo: «Hasta que los cirujanos de Florida le instalaron una aleta artificial.»


Babette y yo nos contamos todo. Según el momento, le he contado todo a todas mis esposas. Claro está que a medida que se acumulan los matrimonios hay más cosas que contar, pero cuando digo que creo en la sinceridad absoluta no me refiero a ello en un sentido grosero, como si se tratara de un deporte anecdótico o de una revelación a medias. Es una forma de autorrenovación a la vez que un gesto de confianza en la custodia. El amor nos ayuda a desarrollar una identidad lo bastante segura como para permitirnos depositarla bajo el cuidado y protección del otro. Babette y yo hemos consagrado nuestras vidas a un afectuoso amparo mutuo, las hemos revisado bajo la luz de la luna exponiéndolas sobre la palidez de nuestras manos, hemos hablado hasta altas horas de la noche de padres y madres, de nuestra niñez, de nuestras amistades, de nuestros despertares, de nuestros antiguos amores y de nuestros antiguos miedos (con excepción del miedo a la muerte). No cabe olvidar detalle alguno, ni siquiera un perro con garrapatas o la ocasión en que el hijo de los vecinos se tragó un insecto para ganar una apuesta. El olor de las despensas, la sensación de los atardeceres vacíos, de las cosas que llueven sobre nuestra piel, cosas tales como hechos y pasiones, la conciencia del dolor, la pérdida, el disgusto y los placeres que nos dejan sin respiración. En estas confesiones nocturnas creamos un espacio entre las cosas tal y como las experimentamos entonces y tal y como hablamos de ellas ahora. Se trata de un espacio reservado para la ironía, la comprensión y el afecto divertido, el medio de rescatarnos a nosotros mismos del pasado. Me decidí por el siglo veinte. Me puse el albornoz y acudí al dormitorio de Heinrich en busca de una revista barata de la que Babette pudiera leer: una de ésas que publica cartas de los lectores con el relato de sus experiencias sexuales. Se me antojaba como una de las pocas cosas con que la imaginación moderna había contribuido a la historia de las prácticas eróticas. Son cartas en las que descubrimos la existencia de una doble fantasía. La gente escribe episodios imaginarios y a continuación los ve publicados en una revista de difusión nacional. ¿Dónde reside el auténtico estímulo? Wilder estaba en la habitación, contemplando cómo Heinrich realizaba un experimento de física con bolas de acero y un cuenco de ensalada. Heinrich llevaba puesto un batín de felpa, con una toalla en torno al cuello y otra alrededor de la cabeza. Me dijo que buscara en el piso de abajo. Apilados en un montón de revistas viejas encontré algunos álbumes de fotografías familiares, uno de los cuales tendría al menos cincuenta años. Los subí al dormitorio. Permanecimos horas sentados en la cama, mirándolos. Niños guiñando los ojos ante el resplandor del sol, mujeres cubiertas con sombreros veraniegos, hombres cubriéndose el rostro ante la luz, como si el pasado poseyera una calidad de luminosidad ya desconocida para nosotros, un fulgor dominical que obligaba a aquellas personas —vestidas de domingo para acudir a misa— a tensar sus facciones y contemplar el futuro oblicuamente, acaso algo distantes, mostrando una sonrisa inmóvil y bien dibujada, escépticas ante algo inherente a la naturaleza de la cámara oscura. ¿Quién de los dos morirá primero?

Ruido de fondo
 Don DeLillo


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lunes, 19 de agosto de 2013

jueves, 18 de julio de 2013

Mia & Rosemary


En Junio de 1966, en vuelo a Nueva York, Sinatra sella su compromiso regalándole a Mia un anillo. Lo ha comprado en Ruser's, la joyería más chic de Beverly Hills, tiene un diamante de nueve quilates y le ha costado la bicoca de ochenta y cinco mil dólares. A finales de ese mismo mes, en el transcurso de una cena ofrecida por Edith Goetz, la pareja anuncia su matrimonio, no sin antes pedirle a los asistentes que lo mantengan en secreto. “Ahora sé para qué he nacido” dice Mia. Sinatra ha desoído los consejos que, a instancias suyas, le diera su íntimo amigo Brad Dexter acerca de que, tal vez, todo lo que sentía por una Mia demasiado joven para él era una especie de afecto paternal. El comentario de Frank es: “No lo sé, puede que sólo duremos un par de años. Ella es tan joven... pero hemos de intentarlo.” 

La mañana del 29 de Julio Frank envió a sus guardaespaldas a buscar a Mia a su casa de Brentwood. El mismo día, a las tres y media de la tarde, el avión privado de Sinatra llega a Las Vegas; una hora y veinte minutos más tarde la actriz hace lo propio en un jet alquilado. La pareja se reúne en el Sands Hotel. Ella se hace cortar el cabello por el peluquero personal de Frank y se pone un hermoso vestido blanco (su color preferido en ese entonces). Minutos antes de la ceremonia, Sinatra llama aparte a su secretario George Jacobs y le pide que informe a Ava Gardner del paso que está por dar; no quiere que se entere por los periódicos. Instantes después, la pareja entra en la suite de Entratter y ante la sola presencia del juez William Compton y los Goetz, que ofician de testigos, se casan. La ceremonia dura cuatro minutos, después de los cuales el matrimonio más famoso de América corta el pastel de boda y brinda con champán ante treinta y siete reporteros gráficos y diecisiete cámaras de televisión. Las cadenas informativas de todo el país irrumpen sus programas para dar la noticia. A las seis de la tarde, Mia y Frank parten rumbo a Palm Springs. 

En Bel Air, Frank adquiere por trescientos cincuenta mil dólares de entonces una mansión estilo Tudor que había pertenecido a la famosa cantante y actriz Anita Louise. Mia se dedica con entusiasmo a decorar la vivienda con los colores preferidos de su esposo (amarillo, anaranjado y blanco), e incluso diseña personalmente gran parte del mobiliario. En realidad, la vida de la joven actriz se parece bastante a la de Susan, la esposa de Charles Foster Kane, en su refugio de Xanadú. Frank le compra un Ford Thunderbird amarillo como su pelo. Rodeada de guardias de seguridad, la pareja arma puzzles y resuelve crucigramas mientras cena los espaguetis preparados por ella. Da largas caminatas por los terrenos de la propiedad, se retira a su dormitorio a las diez en punto (aun cuando Sinatra sufre de un pertinaz insomnio) y se quedan viendo películas en la televisión hasta tarde. En palabras de la actriz a Nancy Sinatra (recogidas por ésta en su autobiografía), ama la sonrisa de su marido (a quien llama "Charlie", porque cuando sonríe le recuerda a Charlie Brown, el personaje de Schulz), su dulzura, su talento para crear un mundo maravilloso que los contenga a ambos. Incluso habla con ciertos amigos de tener un hijo con Frank y de adoptar un niño vietnamita.

Pero Sinatra sigue siendo, ante todo, un profesional perfectamente consciente de que su imagen y su voz son un producto que exige todo su tiempo y energías. Como Mia confesaría años más tarde: “Había mucho amor entre nosotros, pero nos faltaba compenetración en la vida cotidiana y en los temas más importantes.” La actriz no sólo comienza a sentirse incómoda porque no puede aceptar (y comprender) los alejamientos de su esposo, sino porque el precio por ser la mujer de un ídolo es demasiado alto: la fama de Mr. Ojos Azules le ha estallado en la cara y se da cuenta de que sólo supone soledad y una falsa seguridad. “Estamos a salvo, tengo mi revólver”, dice Frank, pero hay mucha gente que no parece aceptar la esposa que el artista ha elegido para compartir su gloria. En una ocasión Mia llegó a recibir un pastel envenenado con arsénico enviado por una supuesta admiradora anónima. Además, se siente aislada en un mundo de fronteras infranqueables habitado por gente mayor que ella, rodeada de guardaespaldas. Por mucho que Vernon Scott escribiera en el Ladie's Home Journal que Mia Farrow Sinatra lleva la vida más maravillosa que haya podido llevar una muchacha de su edad”, ella comienza a comprender que lo suyo no es servir de “reposo del guerrero”. 


Sinatra reside durante un tiempo en el Hotel Fontainebleau, de Miami, donde está rodando, en compañía de Jill St.John (con quien, según Edward Epstein, tendría un romance del que Mia no se enteró) su película Tony Rome. No son buenos tiempos para él. Su ansiado proyecto de comenzar una nueva vida alejada del cotilleo de la prensa y la curiosidad del público se ve frustrado cuando un jurado de acusación lo llama a Las Vegas a declarar en relación con su amistad con Sam Giancana, el mafioso anteriormente citado. A pesar de todos sus intentos por no presentarse, debe hacerlo. Se suceden también diversos altercados entre los miembros de su custodia y periodistas gráficos. A ello, sin duda, debe sumarse el que su esposa se encuentre tan lejos, algo que no entraba en sus cálculos cuando contrajo matrimonio. Mia decide viajar a Miami, y aun cuando asegura a sus amigos que entre ella y Frank “todo es maravilloso”, los rumores sobre una crisis de pareja se disparan. Sinatra la quiere junto a él. No juega al golf, no lee; su única afición, su única terapia, es el trabajo.

Pero el hecho es que la carrera de Mia parece ya incotenible. En Agosto de 1967 firma para la Paramount un contrato para filmar La semilla del diablo, y es llamada para representar el principal papel femenino (por el que Jane Wyman ganara un Oscar en 1948) en la remake televisiva de Johny Belinda. En un principio, el productor del proyecto, David Susskind, se muestra remiso a hacerse con sus servicios, entre otras cosas porque el hecho de ser "Mrs. Frank Sinatra" podía resultar perjudicial para el personaje. Sin embargo, termina por aceptarla y queda más que satisfecho con su profesionalidad. Una mañana, Mia no asiste a la filmación. Ha sido hospitalizada, y aunque la productora baraja la posibilidad de buscar reemplazante, finalmente decide no hacerlo. A los pocos días la actriz regresa al plató. De acuerdo a los testimonios de Susskind (que tiempo después Mia se encargó de desmentir), su cuerpo estaba cubierto de cardenales. Sinatra era bien conocido por sus ataques de violencia y, después de su turbulento matrimonio con Ava Gardner, manifestaba a todo el que quisiera oírlo que deseaba tener una esposa que se quedara en casa. Según el diseñador de producción Richard Sylbert, “de pronto su nueva esposa no sólo no se quedaba en casa, sino que iba a protagonizar la película más comentada del año”. 

En Octubre de 1967 Mia comienza la filmación de una de las cintas más famosas de la época, La semilla del diablo. La aceptación del papel de Rosemary supuso la ruptura de la pareja: “Este trabajo significó mucho para mí - dijo la Farrow años después -, tanto en mi vida privada como profesional”. En palabras del mismo Sylbert, citadas por Sam Rubin, se trató, definitivamente, de una decisión tomada muy claramente por la actriz. “Haz esta película y nuestro matrimonio habrá acabado”, la amenazó Sinatra, pero ella no se arredró. La Paramount había comprado los derechos de la famosísima novela de Ira Levin por ciento cincuenta mil dólares, y el proyecto fue puesto en manos de Roman Polanski, en aquellos tiempos director de moda, por el productor William Castle. El personaje de Rosemary exigía una actriz rubia y muy atractiva. En un principio Polanski pensó en Tuesday Weld, amiga de su esposa Sharon Tate, pero la Paramount la desechó por poco conocida. El ejecutivo Bob Evans sugirió entonces al realizador polaco el nombre de Mia Farrow. Este vio algunos capítulos de Peyton Place y decidió que el papel era perfecto para ella. 


La fama de La semilla del diablo se sustentó a posteriori, en el destino de la esposa de Polanski a manos de una banda de fanáticos liderados por Charles Manson en un asesinato ritual con claros ribetes satanistas, y al hecho de que fuese filmada en el edificio Dakota, donde años después John Lennon sería asesinado. Pero, a priori, la cuota de "morbo" se centraba, fundamentalmente, en el personaje principal del filme y su relación con Mia. El hecho de que ésta, que había sido criada a consciencia en la religión católica y en el seno de una familia numerosa, encarnara un personaje que concibe al Anticristo ya ofrecía de por sí suficiente carnaza a la prensa amarilla, pero a eso debían sumarse determinadas características de la vida privada de la actriz. En el filme, Rosemary, como Mia, vive rodeada de personas mayores y está a merced de un esposo (John Casavettes en la ficción) que sólo la desea para la consecución de sus planes personales. Sin embargo, y contrariamente a Mia, Rosemary es, según Sam Rubin, lo bastante inconsciente como para ser utilizada al tiempo que asiste a su horroroso destino como mero testigo. A pesar de que durante años La semilla del diablo sirvió para encasillar a la actriz como una persona débil, algo torpe e indefensa, en su vida real estaba demostrando que no lo era. 

Las presiones de Sinatra se multiplicaron. No sólo resultaba evidente para todos que seguía sometiéndola a apremios físicos, sino que exigía a los ejecutivos de la Paramount que acabasen la filmación cuanto antes para que su esposa pudiera comenzar a rodar con él su último proyecto, El detective, en el que la actriz había aceptado trabajar después de varias súplicas de La Voz. Pero Mia estaba decidida a terminar la película, aunque supusiera el fin de su matrimonio, o tal vez por eso mismo. (...) En diciembre recibe en el propio plató donde se está filmando La semilla del diablo los papeles del divorcio. Polanski la encuentra en su camerino llorando desesperadamente. La escena que debe rodar a continuación ha de ser repetida cuatro veces. Mia vuela de fiebre y acude al médico. No obstante, decide que su vida personal no debe interferir en la marcha de la filmación

La prensa recibió su interpretación como una de las mejores del año. Para el crítico del Hollywood Reporter la actriz se había adueñado por completo del personaje transformando “las unidimensionales situaciones de inocencia, dolor y horror en un logro absolutamente personal”. En el New York Times, Renata Adler escribió que “Mia Farrow está sencillamente maravillosa y es el motivo principal de que la audiencia permanezca durante más de dos horas inmóvil en sus butacas”. (...) Nuevamente Mia disfrutaba del éxito por derecho propio, al tiempo que demostraba que había madurado lo suficiente para no vacilar ante lo que había demostrado, con creces, era su verdadera vocación. 

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Extractos del libro "Mia Farrow"
 de Jonio González


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