Nuestra casa mostraba
un aspecto viejo y mustio, con la luz del porche iluminando un triciclo de
plástico y una pila de troncos de cera y serrín destinados a proporcionar tres
horas de llamas coloreadas. Denise, sentada en la cocina, hacía sus deberes sin
perder de vista a Wilder, quien había descendido por la escalera y permanecía
sentado en el suelo y abstraído en la contemplación de la puerta del horno.
Edificios en silencio, jardines suavemente inclinados y envueltos en sombras.
Cerramos la puerta y nos desnudamos. La cama estaba hecha una pena. Revistas,
barras de cortina, un negruzco calcetín de niño. Babette canturreó algo
extraído de un espectáculo de Broadway mientras depositaba las barras en un
rincón. Nos abrazamos, nos dejamos caer sobre la cama de un modo controlado y
ajustamos nuestras posturas zambulléndonos mutuamente en nuestros cuerpos,
intentando apartar las sábanas con los tobillos. Su cuerpo cuenta con varias
depresiones alargadas, lugares en los que la mano puede detenerse a explorar, espacios
que aminoran los ritmos. Estábamos convencidos de que algo habitaba en el
sótano.
— ¿Qué quieres
hacer? — dijo ella.
— Lo que tú quieras.
— Lo que sea mejor
para ti.
— Para mí, lo
mejor es complacerte — dije.
— Quiero que te
sientas feliz, Jack.
— Me siento feliz
cuando te complazco.
— Tan sólo quiero
hacer lo que tú quieras.
— Y yo quiero
hacer lo que sea mejor para ti.
— Pero puedes
complacerme permitiendo que sea yo quien te complazca — repuso ella.
— Como elemento
masculino, considero que complacer al otro forma parte de mi responsabilidad.
— No estoy segura
de si eso es una declaración afectuosa y sensible o una observación sexista.
— ¿Acaso está mal
que el hombre se muestre considerado con su pareja?
- Tu pareja cuando jugamos al
tenis —cosa que, dicho sea de paso, deberíamos empezar a hacer de nuevo—, pero
aparte de eso soy tu mujer. ¿Quieres que te lea?
— Magnífico.
— Sé que te gusta
que te lea cosas sexy.
— Pensé que a ti
también te gustaba.
— ¿Acaso no es
básicamente la persona a la que se está leyendo la que obtiene la satisfacción
y el beneficio? Cuando leo para el Viejo Treadwell no es precisamente porque encuentre
estimulantes esos periodicuchos.
— Treadwell está
ciego, y yo no. Pensé que te gustaba leer pasajes eróticos.
— Me gusta si te
gusta a ti.
— Pero es que
también tiene que gustarte a ti, Baba. ¿Cómo iba a sentirme yo, de otro modo?
— Yo disfruto con
que te guste mi lectura.
— Tengo la
sensación de que estamos echándonos una patata caliente el uno al otro. Una
patata caliente que consiste en determinar quién es el que disfruta con ello.
— Me apetece leer,
Jack. En serio.
— ¿Estás total y
completamente segura? Porque si no es así, en modo alguno lo haremos.
Alguien encendió
el televisor en un extremo de la casa y una voz de mujer dijo: «Si se parte en
trozos con facilidad se denomina esquisto, y huele a arcilla cuando se moja.» Escuchamos
el suave y constante murmullo del tráfico nocturno.
— Elige siglo
—dije—. ¿Quieres leer algo acerca de esclavas etruscas o prefieres calaveras
georgianas? Creo que tenemos cosas que hablan de burdeles de flagelación. ¿Qué
me dices de la Edad Media? Tenemos íncubos y súcubos. Monjas en abundancia.
— Lo que
prefieras.
— Prefiero que
elijas tú. Resulta más sexy de ese modo.
— Uno elige y el
otro lee. ¿No es mejor lograr un equilibrio, una especie de toma y daca? ¿Acaso
no es eso lo que realmente lo hace sexy?
— Tensión ,
suspense... estupendo. Elijo yo.
— Y yo leo —repuso
ella—. Pero no quiero que elijas nada en lo que aparezcan hombres literalmente
en el interior de las mujeres u hombres que penetran a las mujeres. «La
penetré.» «Me penetró.» No somos vestíbulos ni ascensores. «Le deseaba en mi interior»,
como si el otro pudiera arrastrarse por completo dentro de ella, firmar el
registro, dormir, comer, etcétera. ¿Podemos dejar eso claro? No me importa
lo que hagan esas personas siempre y cuando no penetren ni sean penetradas.
— De acuerdo.
— «La penetré y
comencé a embestirla.» completamente de acuerdo —dije.
— «Penétrame,
penétrame, sí, sí.»
— Sin duda, un
estilo totalmente absurdo.
— «Clávamela, Rex.
Te quiero dentro de mí, quiero que me penetres con fuerza, quiero que me penetres
profundamente, sí, ahora, ¡oh!»
Comencé a notar
que se anunciaba una erección. Qué estúpido todo, cuán fuera de contexto.
Babette se echó a reír ante sus propias frases. La televisión dijo: «Hasta que los
cirujanos de Florida le instalaron una aleta artificial.»
Babette y yo nos
contamos todo. Según el momento, le he contado todo a todas mis esposas. Claro
está que a medida que se acumulan los matrimonios hay más cosas que contar,
pero cuando digo que creo en la sinceridad absoluta no me refiero a ello en un
sentido grosero, como si se tratara de un deporte anecdótico o de una
revelación a medias. Es una forma de autorrenovación a la vez que un gesto de
confianza en la custodia. El amor nos ayuda a desarrollar una identidad lo
bastante segura como para permitirnos depositarla bajo el cuidado y protección
del otro. Babette y yo hemos consagrado nuestras vidas a un afectuoso amparo
mutuo, las hemos revisado bajo la luz de la luna exponiéndolas sobre la palidez
de nuestras manos, hemos hablado hasta altas horas de la noche de padres y
madres, de nuestra niñez, de nuestras amistades, de nuestros despertares, de
nuestros antiguos amores y de nuestros antiguos miedos (con excepción del miedo
a la muerte). No cabe olvidar detalle alguno, ni siquiera un perro con
garrapatas o la ocasión en que el hijo de los vecinos se tragó un insecto para
ganar una apuesta. El olor de las despensas, la sensación de los atardeceres
vacíos, de las cosas que llueven sobre nuestra piel, cosas tales como hechos y
pasiones, la conciencia del dolor, la pérdida, el disgusto y los placeres que
nos dejan sin respiración. En estas confesiones nocturnas creamos un espacio
entre las cosas tal y como las experimentamos entonces y tal y como hablamos de ellas ahora. Se trata de un espacio reservado para la ironía, la comprensión
y el afecto divertido, el medio de rescatarnos a nosotros mismos del pasado. Me
decidí por el siglo veinte. Me puse el albornoz y acudí al dormitorio de
Heinrich en busca de una revista barata de la que Babette pudiera leer: una de
ésas que publica cartas de los lectores con el relato de sus experiencias sexuales.
Se me antojaba como una de las pocas cosas con que la imaginación moderna había
contribuido a la historia de las prácticas eróticas. Son cartas en las que descubrimos
la existencia de una doble fantasía. La gente escribe episodios imaginarios y a
continuación los ve publicados en una revista de difusión nacional. ¿Dónde reside
el auténtico estímulo? Wilder estaba en la habitación, contemplando cómo
Heinrich realizaba un experimento de física con bolas de acero y un cuenco de
ensalada. Heinrich llevaba puesto un batín de felpa, con una toalla en torno al
cuello y otra alrededor de la cabeza. Me dijo que buscara en el piso de abajo. Apilados
en un montón de revistas viejas encontré algunos álbumes de fotografías
familiares, uno de los cuales tendría al menos cincuenta años. Los subí al dormitorio.
Permanecimos horas sentados en la cama, mirándolos. Niños guiñando los ojos
ante el resplandor del sol, mujeres cubiertas con sombreros veraniegos, hombres
cubriéndose el rostro ante la luz, como si el pasado poseyera una calidad de
luminosidad ya desconocida para nosotros, un fulgor dominical que obligaba a
aquellas personas —vestidas de domingo para acudir a misa— a tensar sus
facciones y contemplar el futuro oblicuamente, acaso algo distantes, mostrando
una sonrisa inmóvil y bien dibujada, escépticas ante algo inherente a la naturaleza
de la cámara oscura. ¿Quién de los dos morirá primero?
Ruido de fondo