"Esperando lo inesperado la gente se entrena..."
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Sin Dios. Sin pasado. No hay fe ni consuelo. No lo hay. Lo único que te queda es salir a correr con tu chándal de Decathlon los domingos por la tarde, pasearte sudoroso por las calles cercanas a la residencia dónde acabarás cuando hayas criado a tus hijos y hayas visto morir a tus padres. Antes de que eso suceda te queda la certeza de tí mismo, oyéndote respirar cansado, viendo tu sombra alargada sobre la carretera. Te queda ver cómo se pone el sol sobre los huertos que sobreviven al lado de las casas de las celebrities. Es lo que tienen los pueblos del Maresme, esa especie de prestigio que conlleva el estar retirado, apartado entre el mar y la montaña, esa especie de capricho que debió encandilar a la burguesía de principios de siglo. Pero nosotros ya no tenemos sueños de ese tipo, porque no es posible, porque están demasiado lejos, en algún limbo o en algún cielo reservado a super brokers. Nosotros aspiramos a lo más sencillo, que es a su vez lo más complicado. Tanto que nos da vergüenza hasta decirlo. Nos callamos. Intentamos adivinar lo que cada uno quiere o desea en las conversaciones de sobremesa. Pero cuando veamos amanecer tras un cristal nadie nos preguntará nada. Ahí nos daremos cuenta del gran y vano intento que ha sido nuestra vida, del evidente fracaso del método del ensayo-error. Porque ya nada funciona, ni ciencia, ni paciencia ni sacrificio. No. Ya no puedo creer.
Se me escapa la fe.
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