miércoles, 3 de agosto de 2011

Nana

Llevo las formas a la cocina y bajo la luz se vuelven azules, grises y blancas. Son de plástico duro y quebradizo. Son simples fragmentos. Tejas y persianas y salientes ornamentales de tejado diminutos. Escalones y columnas y marcos de ventana en miniatura. No se puede distinguir si es una casa o un hospital. Hay paredes diminutas de ladrillo y puertecitas. Esparcidas sobre la mesa de la cocina, podrían ser partes de una escuela o de un hospital. Sin ver la imagen de la caja, sin las instrucciones de montaje, los minúsculos canalones y ventanas de buhardilla podrían pertenecer a una estación de trenes o a un manicomio. A una fábrica o a una cárcel.

No importa cómo lo montes, nunca estás seguro de que esté bien.

Los pedacitos, las cúpulas y chimeneas, se agitan al compás del ruido que viene a través del suelo.

Esos musicoadictos. Esos calmofóbicos.

Nadie quiere admitir que somos adictos a la música. No es posible, simplemente. Nadie es adicto a la música, a la televisión ni a la radio. Simplemente necesitamos más, más canales, una pantalla más grande, más volumen. No soportamos estar sin ella, pero no, no somos adictos.

Podríamos apagarla cuando quisiéramos. 

Coloco un marco de ventana en una pared de ladrillo. Lo pego con un pincelito del tamaño de un pintaúñas. La ventana es del tamaño de una uña. El pegamento huele a laca del pelo. El olor hace pensar en naranjas y en gasolina.

El dibujo de los ladrillos de la pared es tan delicado como una huella dactilar. Coloco otra ventana en su sitio y le aplico pegamento con el pincel.

La vibración del sonido atraviesa las paredes, recorre la mesa, luego el marco de ventana y por fin mi dedo.

Esos distradictos. Esos concentrafóbicos.

El viejo George Orwell lo entendió todo al revés. 

El Gran Hermano no está mirando. Está cantando y bailando. Está sacando conejos de una chistera. El Gran Hermano está ocupado en reclamar tu atención a cada momento que pasas despierto. En asegurarse de que siempre estés distraído. En asegurarse de que permanezcas abstraído.

En asegurarse de que se te marchite la imaginación. Hasta que sea tan útil como tu apéndice. En asegurarse de que tu atención siempre está ocupada.

Y esta forma de ser alimentado es peor que ser observado. Si el mundo te mantiene siempre ocupado, nadie tiene que preocuparse por lo que tienes en mente. Si la imaginación de todo el mundo está atrofiada, nadie más será nunca una amenaza para el mundo.

Me abro con el dedo un botón de la camisa y me meto la corbata dentro. Con la barbilla pegada al nudo de la corbata, introduzco con las pinzas una ventanita de cristal dentro de cada uno de los marcos. Usando una cuchilla, corto las cortinas de plástico en fragmentos más pequeños que un sello de correos, cortinas azules para el piso de arriba, amarillas para la planta baja. Pego las cortinas, algunas abiertas y otras cerradas.

Hay cosas peores que descubrir a tu mujer y tu hijo muertos.

Puedes ver cómo los mata el mundo. Puedes ver cómo tu mujer envejece y se aburre. Puedes ver a tus hijos descubriendo todas las cosas del mundo de las que has intentado salvarlos. Las drogas, el divorcio, el conformismo, las enfermedades. Todos los bonitos libros, la música, la televisión. Las distracciones.

A toda esa gente a quien se le ha muerto un hijo tienes ganas de decirles: adelante. Culpaos.

A la gente que amas les puedes hacer cosas peores que matarlos. Lo normal es quedarse mirando cómo el mundo lo hace por ti. Solamente tienes que leer un periódico.

La música y las risas te consumen los pensamientos. El ruido los ahoga. Todos los sonidos distraen. Te duele la cabeza de respirar pegamento.

Ya nadie es dueño de su mente. Concentrarse es imposible. No se puede pensar. Siempre hay ruido royendo. Cantantes gritando. Gente muerta riéndose. Actores llorando. Todas esas pequeñas dosis de emociones.

Siempre hay alguien rociando el aire con su estado de ánimo.

Retransmitiendo su dolor o su alegría o su rabia por todo el vecindario con el equipo de música del coche.

Instalé cincuenta y siete ventanas al revés en una mansión estilo colonial holandés. En un castillo estilo Tudor de doce dormitorios, pegué los canalones de bajada en la parte equivocada del tejado y lo derretí todo al intentar arreglarlo con disolvente químico.

Esto no es nada nuevo.

Los expertos en cultura griega antigua dicen que la gente de aquella época no creía que sus pensamientos les pertenecieran. Cuando los griegos de la Antigüedad tenían una idea, creían que un dios o una diosa les estaba dando una orden. Apolo les estaba diciendo que fueran valientes. Atenea les estaba diciendo que se enamoraran.

Ahora la gente oye un anuncio de patatas fritas con sabor a crema agria y salen corriendo a comprarlas, pero a eso lo llaman su libre albedrío.

Por lo menos, los griegos de la Antigüedad eran sinceros.

La verdad es que, incluso si le lees algo a tu mujer y tu hijo una noche. Si les lees una nana. Y a la mañana siguiente te despiertas pero tu familia no. Te quedas en la cama, encogido al lado de tu mujer. Tu mujer sigue caliente pero no respira. Tu hija no llora. La casa ya está llena del estruendo del tráfico y de las conversaciones de la radio y del ruido del vapor que golpetea en las tuberías dentro de las paredes. La verdad es que te puedes olvidar de ello, incluso ese mismo día, aunque solamente sea durante el momento que tardas en hacerte el nudo de la corbata.

Yo lo sé. Es mi vida.

Puedes mudarte, pero eso no basta. Adoptas un hobby. Te sepultas a ti mismo en trabajo. Lo haces cada vez que el pie se te cura lo bastante. Organizas todos los detalles.

No es lo que un psicólogo aconsejaría, pero funciona.

Luego pegas las puertas a las paredes. Pegas las paredes a los cimientos. Juntas con las pinzas todos los pedacitos de la chimenea y esperas que se seque el pegamento del tejado. Cuelgas los canalones diminutos. Todos los detalles con exactitud. Colocas las buhardillas. Cuelgas las persianas. Le pones el marco al porche. Siembras la hierba. Plantas los árboles.

Inhalas el olor a naranjas y pegamento. El olor a laca del pelo. Te pierdes en cada uno de los detallitos. Pegas un hilo de hiedra en un costado de la chimenea. Tienes los dedos enredados con hilos de pegamento, las yemas de los dedos costrosas y pegadas entre sí.

Te dices a tí mismo que el ruido es lo que define el silencio. Sin ruido, el silencio no sería precioso. El ruido es la excepción. Piensas en el espacio exterior, en ese frío y ese silencio increíbles donde están esperando tu mujer y tu hijo. Solamente el silencio, no el cielo, sería una recompensa suficiente.

Plantas flores con las pinzas alrededor de la base de la casa. Tienes la espalda y el cuello encorvados sobre la mesa. El culo prieto, la espina dorsal doblada y arqueada en la base del cráneo dolorida.

Pegas la diminuta esterilla que dice "Bienvenidos" frente a la puerta principal. Cuelgas las lucecitas fuera. Pegas el buzón al lado de la puerta. Pegas las botellitas realmente minúsculas de leche en el porche. El periodiquito doblado.

Cuanto todo está perfecto, exacto, meticuloso, deben de ser las tres o las cuatro de la mañana, porque ya no hay ruidos. El suelo, el techo y las paredes están en silencio. El compresor de la nevera se apaga y puedes oír cómo zumban los filamentos de las bombillas. Una polilla golpea la ventana de la cocina. Puedes ver el vapor de tu aliento de tanto frío como hace en la habitación.

Pones las pilas en su sitio, pulsas un pequeño interruptor y las ventanitas se iluminan. Dejas la casa en el suelo y apagas la luz de la cocina.

Te quedas de pie junto a la casa en la oscuridad. Vista así tiene un aspecto perfecto. Perfecto y seguro y feliz. Una bonita casa de ladrillo rojo. La luz que sale por las ventanitas ilumina la hierba y los árboles. Las cortinas brillan, amarillas en el cuarto del bebé. Azules en tu dormitorio.

El truco para olvidar la situación general es mirar las cosas muy de cerca.

La manera más fácil de cerrar una puerta es sepultarte a ti mismo en los detalles.

Así es como nos debe de ver Dios.

Como si todo fuera bien.

Luego te quitas el zapato y das un pisotón con el pie descalzo. Das un pisotón más fuerte y luego otro. No importa cuánto te duelan el plástico duro, la madera y el cristal, sigue pisando hasta que el vecino de abajo empiece a dar puñetazos en el techo.

+ + +

Chuck Palahniuk. Nana. Fragmento.

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