I
saw the best minds of my generation destroyed. Y las peores cervezas del
Carrefour amontonadas en nuestra nevera. Por suerte a mi madre se le ha quedado
atascada la lentilla izquierda y mañana lo verá todo “con otros ojos”. Abrirá
la puerta del viejo electrodoméstico en la oscuridad del garaje y entonces los
tomates, los huesos para el caldo y las ramas de apio negruzco le cantarán al
unísono su canción favorita de Jorge Drexler, y sonará tan mágico y conmovedor que
por un momento se le olvidarán todas las miserias de nuestra existencia: los
diagnósticos de TDA, las recetas de diazepam, los almendros descuidados en el
jardín de mi abuela. A la hora de la cena esas venitas rojas se extenderán
hasta tocar sus pestañas y formarán un mini árbol genealógico de enemigos en su
frente. Antonio, ponme un poquito más, aunque
sea en este vaso. Y es que lo que importa no es el continente sino el
contenido. Bueno, en realidad a estas alturas los dos son insignificantes.
Sin
embargo a veces nos esforzamos por perpetrar la elegancia y el savoir faire. Quin
goig que fa nuestra mesa del comedor cubierta por un mantel azul oscuro con
flores bordadas. Amigos y familiares degustan en bocados pequeñitos el Mi-cuit
con mermelada de cebolla al tiempo que yo me abstraigo mirando esos pómulos y
preguntándome cuántos miligramos de bótox pueden almacenar. Esas mejillas
tersas y brillantes intentan decirme algo. Hazte
una mamoplastia, gástate la tarjeta de 20 euros del H&M, vete a la
peluquería a que te hagan un corte juvenil; date un capricho, mujer, que es tu
cumpleaños. Al otro lado de la mesa, ajeno a estos cuchicheos, el invitado
sorpresa licenciado en economía se chupa los dedos tratando de degustar hasta la última
gota de salsa que acompaña el rape. Y con este gesto inesperado demuestra, de
repente, ser el más humano de todos los comensales.
Tras
la cena no hay tiempo para finuras. Caminamos hasta la estación porque en el
último momento un estallido de lógica y sentido común se ha apoderado de
nosotros y alguien se ha atrevido a decir que no pensaba subir al coche ni para
encender la calefacción. Así que aquí vamos, jóvenes y sedientos, camino de la
avenida más sucia de toda Barcelona. Una vez allí brindamos sobre una gran mesa pringosa y
el ruido de las jarras al chocar despierta la curiosidad de un japonés que, a nuestro lado, devora una torrada de tonyina seca, astillosa, insípida. Perdona, se
te ha caído la chaqueta, y el suelo no está precisamente para dejar cosas, interrumpe
una rubia.
Pero
hay un montón de cosas susceptibles de ser abandonadas en el suelo. La ropa sucia. Las
latas vacías. Las colillas apuradas. La lamparita de noche. Los libros
decepcionantes. Las pesadillas recurrentes.
Las
grandezas que un día soñé que podríamos llegar a hacer tú y yo si no fuésemos tú y
yo.
* * *
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