viernes, 3 de mayo de 2013

La Plaga



Los veranos en el Vallès Oriental son una lucha entre lo rural y lo urbano, el dentro y el fuera, el movimiento y la apatía. 

Durante el día las persianas de los salones permanecen bajadas y el ventilador gira a la máxima potencia. La mano va del mando de la televisión al matamoscas y del matamoscas al cenicero. Los gatos enseñan sus bigotes por debajo de las cortinas antes de volver a esconderse en su madriguera. Los perros no tienen ánimos ni para ladrar. El cartel del supermercado "Esclat" parece que efectivamente va a estallar en sonora explosión antes del mediodía. Los tractores pasan una y otra vez por los mismos conreus de secà.

Al atardecer los cocineros cambian el humo de los extractores por el de la pipa de tabaco. Los agricultores esparcen las mongetes sobre mesas de madera y cuentan los pimientos y berenjenas que venderán de puerta en puerta al día siguiente. Raul vuelve por fin del campo con la camisa empapada y abre una lata de cerveza helada en su balcón, frente a la autovía por la que pasan camiones y autobuses, esos que Rosemarie no puede coger para ir a la residencia de ancianos debido a la escasa frecuencia de paso.  En otro lugar, María pone fin a su sesión de caja tonta y saca a pasear dificultosamente su cuerpo bajo la mirada orwelliana de la cámara de seguridad. Maribel dobla su silla de playa y vuelve a casa con más resignación y menos cigarillos. Iurie llama por teléfono a su novia en Moldavia y moja el pan bimbo en un bote de nocilla. A estas horas, sigue haciendo un calor asfixiante.


En este contexto, las tormentas se convierten en una necesidad vital. Ahuyentarán a los mosquitos que suben desde los jardines hacia las ventanas de las casas en busca de las sangres más dulces. Matarán de forma natural las moscas blancas que devoran rápidamente las cosechas. Borrarán las marcas y las grietas de la piel de los humanos y de la superfície de las hojas, que de noche parecen esperar a que un poder superior les arrebate el alma y la fuerza, como en el episodio bíblico de los primogénitos.


Neus Ballús comentaba tras la proyección de La Plaga en el Festival d'A que en el montaje final el papel del territorio ha quedado reducido a simple escenario. Pero a mi parecer éste encarna otro personaje de la historia. El más cruel, injusto e injustificable. Diego Dussuel es fiel al paisaje y con una paleta cromática de  marrones, ocres y escasos verdes ensalza de manera naturalista esta comarca de polígonos industriales, carreteras con curvas y huertos viejos. La música agreste de David Crespo recuerda ligeramente a la de Gustavo Santaolalla y subraya el carácter de western y de tragedia divina del relato.


El espectador no sabe si sale de la sala de cine desasosegado o refortalecido. La época exige de nosotros un estoicismo clásico, una resistencia propia de los templos griegos, una tenacidad de mármol. Antes de que todo acabe en ruina y putrefacción hay que cortar ciertas raíces - nacionales, sentimentales - con la hoz. Y en este combate ¿Estamos preparados para luchar "hasta el punto"? ¿Podemos poner una valla que marque la distancia apropiada entre nosotros y las personas a las que cuidamos? ¿Es posible olvidar los lugares donde vivimos antes de perder nuestra autonomía física? María tiene claro que no, y por eso le cuestiona retóricamente a su enfermera: "¿Com es fa per deixar de pensar? Ja ho sé que ara estic aquí, però el cap no para". 

Y aunque el pensamiento no se detenga, aunque la fotografía de unos hijos con los que no disfrutamos de las vacaciones o el aspecto de una planta a la que nadie riega nos sumerja en la melancolía, no queda otro remedio que seguir abriendo caminos en la tierra, aunque levanten polvo, aunque avui sigui un d'aquests dies en els que m'ofego. 

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