Un espacio que no puede definirse ni como
espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar. La hipótesis aquí
defendida es que la sobremodernidad es productora de no
lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares
antropológicos y que, contrariamente a la modernidad baudeleriana, no integran
los lugares antiguos: éstos, catalogados, clasificados y promovidos a la
categoría de "lugares de memoria", ocupan allí un lugar circunscripto
y específico. Un mundo donde se nace en la clínica y donde se muere en el
hospital, donde se multiplican, en modalidades lujosas o inhumanas, los puntos
de tránsito y las ocupaciones provisionales (las cadenas de hoteles y las
habitaciones ocupadas ilegalmente, los clubes de vacaciones, los campos de
refugiados, las barracas miserables destinadas a desaparecer o a degradarse
progresivamente), donde se desarrolla una apretada red de medios de transporte
que son también espacios habitados, donde el habitué de los supermercados, de
los distribuidores automáticos y de las tarjetas de crédito se renueva con los
gestos del comercio "de oficio mudo", un mundo así prometido a la
individualidad solitaria, a lo provisional y a lo efímero, al pasaje, propone al
antropólogo y también a los demás un objeto nuevo cuyas dimensiones inéditas
conviene medir antes de preguntarse desde qué punto de vista se lo
puede juzgar.
(...)
El lugar y el no lugar son más bien polaridades falsas: el primero no queda nunca completamente borrado y el segundo no se cumple nunca totalmente: son palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y de la relación. Pero los no lugares son la medida de la época, medida cuantificable y que se podría tomar adicionando, después de hacer algunas conversiones entre superficie, volumen y distancia, las vías aéreas, ferroviarias, las autopistas y los habitáculos móviles llamados "medios de transporte" (aviones, trenes, automóviles), los aeropuertos y las estaciones ferroviarias, las estaciones aeroespaciales, las grandes cadenas hoteleras, los parques de recreo, los supermercados, la madeja compleja, en fin, de las redes de cables o sin hilos que movilizan el espacio extraterrestre a los fines de una comunicación tan extraña que a menudo no pone en contacto al individuo más que con otra imagen de sí mismo.
El espacio como práctica de los lugares y no del lugar procede en efecto de un doble desplazamiento: del viajero, seguramente, pero también, paralelamente, de paisajes de los cuales él no aprecia nunca sino vistas parciales, "instantáneas", sumadas y mezcladas en su memoria y, literalmente, recompuestas en el relato que hace de ellas o en el encadenamiento de las diapositivas que, a la vuelta, comenta obligatoriamente en su entorno. El viaje (aquel del cual el etnólogo desconfía hasta el punto de "odiarlo") construye una relación ficticia entre mirada y paisaje. Y, si se llama "espacio" a la práctica de los lugares que define específicamente el viaje, es necesario agregar también que hay espacios donde el individuo se siente como espectador sin que la naturaleza del espectáculo le importe verdaderamente. Como si la posición de espectador constituyese lo esencial del espectáculo, como si, en definitiva, el espectador en posición de espectador fuese para sí mismo su propio espectáculo. Muchos folletos turísticos sugieren un desvío de ese tipo, una vuelta de la mirada como esa, al proponer por anticipado al aficionado a los viajes la imagen de rostros curiosos o contemplativos, solitarios o reunidos, que escrutan el infinito del océano, la cadena circular de montañas nevadas o la línea de fuga de un horizonte urbano erizado de rascacielos. Su imagen, en suma, su imagen anticipada, que no habla más que de él, pero lleva otro nombre (Tahití, los Alpes de Huez, Nueva York). El espacio del viajero sería, así, el arquetipo del no lugar.
El movimiento agrega a la coexistencia de los mundos (...) la experiencia particular de una forma de soledad y, en sentido literal, de una "toma de posición": la experiencia de aquel que, ante el paisaje que se promete contemplar y que no puede no contemplar, "se pone en pose" y obtiene a partir de la conciencia de esa actitud un placer raro y a veces melancólico. No es sorprendente, pues, que sea entre los "viajeros" solitarios del siglo pasado, no 1os viajeros profesionales o los eruditos sino los viajeros de humor, de pretexto o de ocasión, donde encontremos la evocación profética de espacios donde ni la identidad ni la relación ni la historia tienen verdadero sentido, donde la soledad se experimenta como exceso o vaciamiento de la individualidad, donde sólo el movimiento de las imágenes deja entrever borrosamente por momentos, a aquel que las mira desaparecer, la hipótesis de un pasado y la posibilidad de un porvenir.
(...)
El anonimato relativo que
necesita esta identidad provisional puede ser sentido como una liberación por
aquellos que, por un tiempo, no tienen más que atenerse a su rango, mantenerse
en su lugar, cuidar de su aspecto. Duty free: una vez declarada su identidad
personal (la del pasaporte o la cédula de identidad), el pasajero del
vuelo próximo se precipita en el espacio "libre de tasas", liberado
del peso de sus valijas y de las cargas de la cotidianidad, no tanto para
comprar a mejor precio, quizá, como para experimentar la realidad de su
disponibilidad del momento, su cualidad irrecusable de pasajero en el momento
de la partida. (...) Solo, pero semejante a los otros, el usuario del
no lugar está con ellos (o con los poderes que lo gobiernan) en una relación
contractual. La existencia de este contrato se le recuerda en cada caso: el
boleto que ha comprado, la tarjeta que deberá presentar en el peaje, o aun el
carrito que empuja en las góndolas del supermercado, son la marca más o menos
fuerte de todo eso. (...) En cierto modo, el usuario del no lugar
siempre está obligado a probar su inocencia. El control a priori o a posteriori
de la identidad y del contrato coloca el espacio del consumo contemporáneo bajo
el signo del no lugar: sólo se accede a él en estado de inocencia. Las
palabras casi ya no cuentan. No hay individualización (derecho al
anonimato) sin control de la identidad. Naturalmente, los criterios de
la inocencia son los criterios convenidos y oficiales de la identidad
individual (los que figuran en las tarjetas y están registrados en misteriosos
ficheros). Pero la inocencia es también otra cosa: el espacio del no
lugar libera a quien lo penetra de sus determinaciones habituales. Esa persona
sólo es lo que hace o vive como pasajero, cliente, conductor. Quizá
se siente todavía molesto por las inquietudes de la víspera, o preocupado por
el mañana, pero su entorno del momento lo aleja provisionalmente de todo eso. Objeto
de una posesión suave, a la cual se abandona con mayor o menor talento o
convicción, como cualquier poseído, saborea por un tiempo las alegrías pasivas
de la desidentificación y el placer más activo del desempeño de un rol. En
definitiva, se encuentra confrontado con una imagen de sí mismo, pero
bastante extraña en realidad. En el diálogo silencioso que mantiene con el
paisaje-texto que se dirige a él como a los demás, el único rostro que se
dibuja, la única voz que toma cuerpo, son los suyos: rostro y voz de una
soledad tanto más desconcertante en la medida en que evoca a millones de otros.
El pasajero de los no lugares sólo encuentra su identidad en el
control aduanero, en el peaje o en la caja registradora. Mientras espera,
obedece al mismo código que los demás, registra los mismos mensajes, responde a
las mismas apelaciones. El espacio del no lugar no crea ni identidad
singular ni relación, sino soledad y similitud.
Allí reinan la
actualidad y la urgencia del momento presente. Como los no lugares se
recorren, se miden en unidades de tiempo. Los itinerarios no se realizan sin
horarios, sin tableros de llegada o de partida que siempre dan lugar a la
mención de posibles retrasos. Se viven en el presente. Presente del recorrido,
que se materializa hoy en los vuelos transcontinentales sobre una pantalla
donde se registra a cada minuto el movimiento del aparato. Si es necesario, el
comandante de abordo lo explicita de manera un tanto redundante: "A la
derecha del avión, pueden ver la ciudad de Lisboa". De hecho, no se
percibe nada: el espectáculo, una vez más, sólo es una idea, una
palabra. (...) En suma, es como si el espacio estuviese
atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia más que las noticias
del día o de la víspera, como si cada historia individual agotara sus motivos,
sus palabras y sus imágenes en el stock inagotable de una inacabable historia
en el presente. (...) Lo que contempla el espectador de la modernidad es la
imbricación de lo antiguo y de lo nuevo. La sobremodernidad
convierte a lo antiguo (la historia) en un espectáculo específico, así como a
todos los exotismos y a todos los particularismos locales. La historia y el
exotismo desempeñan el mismo papel que las "citas" en el texto escrito,
estatuto que se expresa de maravillas en los catálogos editados por las
agencias de viajes. En los no lugares de la sobremodernidad hay siempre un
lugar específico (en el escaparate, en un cartel, a la derecha del aparato, a
la izquierda de la autopista) para las "curiosidades" presentadas
como tales: ananás de la Costa de Marfil, los "jefes" de la
República de Venecia, la ciudad de Tánger, el paisaje de Alesia.
El espacio de la sobremodemidad está trabajado por ésta contradicción: sólo tiene que ver con individuos (clientes, pasajeros, usuarios, oyentes) pero no están identificados, socializados ni localizados (nombre, profesión, lugar de nacimiento, domicilio) más que a la entrada o a la salida. Si los no lugares son el espacio de la sobremodernidad, es necesario explicar esta paradoja: el juego social parece desarrollarse fuera de los puestos de avanzada de la contemporaneidad. Es a modo de un inmenso paréntesis como los no lugares acogen a los individuos cada día más numerosos, tanto más cuanto que a ellos apuntan particularmente todos aquellos que llevan hasta el terrorismo su pasión del territorio a preservar o a conquistar. Si los aeropuertos y los aviones, los supermercados y las estaciones fueron siempre el blanco privilegiado de los atentados (para no hablar de los coches bombas), es sin duda por razones de eficacia, si se puede utilizar esta palabra. Pero es quizá también porque, más o menos confusamente, aquellos que reivindican nuevas socializaciones y nuevas localizaciones no pueden ver en ello sino la negación de su ideal. El no lugar es lo contrario de la utopía: existe y no postula ninguna sociedad orgánica.
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Fragmentos de Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad de Marc Augé
Frames de Playtime (1967) de Jacques Tati
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