En Junio de 1966, en vuelo
a Nueva York, Sinatra sella su compromiso regalándole a Mia un anillo. Lo ha
comprado en Ruser's, la joyería más chic de Beverly Hills, tiene un diamante de
nueve quilates y le ha costado la bicoca de ochenta y cinco mil dólares. A
finales de ese mismo mes, en el transcurso de una cena ofrecida por Edith
Goetz, la pareja anuncia su matrimonio, no sin antes pedirle a los asistentes
que lo mantengan en secreto. “Ahora sé para qué he nacido” dice Mia. Sinatra ha
desoído los consejos que, a instancias suyas, le diera su íntimo amigo Brad
Dexter acerca de que, tal vez, todo lo que sentía por una Mia demasiado joven
para él era una especie de afecto paternal. El comentario de Frank es: “No lo
sé, puede que sólo duremos un par de años. Ella es tan joven... pero hemos de
intentarlo.”

En Bel Air, Frank
adquiere por trescientos cincuenta mil dólares de entonces una mansión estilo
Tudor que había pertenecido a la famosa cantante y actriz Anita Louise. Mia se
dedica con entusiasmo a decorar la vivienda con los colores preferidos de su
esposo (amarillo, anaranjado y blanco), e incluso diseña personalmente gran
parte del mobiliario. En realidad, la vida de la joven actriz se parece
bastante a la de Susan, la esposa de Charles Foster Kane, en su refugio de Xanadú.
Frank le compra un Ford Thunderbird amarillo como su pelo. Rodeada de guardias
de seguridad, la pareja arma puzzles y resuelve crucigramas mientras cena los
espaguetis preparados por ella. Da largas caminatas por los terrenos de la
propiedad, se retira a su dormitorio a las diez en punto (aun cuando Sinatra
sufre de un pertinaz insomnio) y se quedan viendo películas en la televisión
hasta tarde. En palabras de la actriz a Nancy Sinatra (recogidas por ésta en su
autobiografía), ama la sonrisa de su marido (a quien llama "Charlie",
porque cuando sonríe le recuerda a Charlie Brown, el personaje de Schulz), su
dulzura, su talento para crear un mundo maravilloso que los contenga a ambos.
Incluso habla con ciertos amigos de tener un hijo con Frank y de adoptar un
niño vietnamita.
Pero Sinatra sigue siendo,
ante todo, un profesional perfectamente consciente de que su imagen y su voz
son un producto que exige todo su tiempo y energías. Como Mia confesaría años
más tarde: “Había mucho amor entre nosotros, pero nos faltaba compenetración en
la vida cotidiana y en los temas más importantes.” La actriz no sólo comienza a
sentirse incómoda porque no puede aceptar (y comprender) los alejamientos de su
esposo, sino porque el precio por ser la mujer de un ídolo es demasiado alto:
la fama de Mr. Ojos Azules le ha estallado en la cara y se da cuenta de que
sólo supone soledad y una falsa seguridad. “Estamos a salvo, tengo mi revólver”,
dice Frank, pero hay mucha gente que no parece aceptar la esposa que el artista
ha elegido para compartir su gloria. En una ocasión Mia llegó a recibir un
pastel envenenado con arsénico enviado por una supuesta admiradora anónima.
Además, se siente aislada en un mundo de fronteras infranqueables habitado por
gente mayor que ella, rodeada de guardaespaldas. Por mucho que Vernon Scott
escribiera en el Ladie's Home
Journal que “Mia Farrow Sinatra
lleva la vida más maravillosa que haya podido llevar una muchacha de su edad”,
ella comienza a comprender que lo suyo no es servir de “reposo del guerrero”.
Sinatra reside durante un
tiempo en el Hotel Fontainebleau, de Miami, donde está rodando, en compañía de
Jill St.John (con quien, según Edward Epstein, tendría un romance del que Mia
no se enteró) su película Tony Rome. No son buenos tiempos para él. Su ansiado
proyecto de comenzar una nueva vida alejada del cotilleo de la prensa y la
curiosidad del público se ve frustrado cuando un jurado de acusación lo llama a
Las Vegas a declarar en relación con su amistad con Sam Giancana, el mafioso
anteriormente citado. A pesar de todos sus intentos por no presentarse, debe
hacerlo. Se suceden también diversos altercados entre los miembros de su
custodia y periodistas gráficos. A ello, sin duda, debe sumarse el que su esposa
se encuentre tan lejos, algo que no entraba en sus cálculos cuando contrajo
matrimonio. Mia decide viajar a Miami, y aun cuando asegura a sus amigos que
entre ella y Frank “todo es maravilloso”, los rumores sobre una crisis de
pareja se disparan. Sinatra la quiere junto a él. No juega al golf, no lee; su
única afición, su única terapia, es el trabajo.
Pero el hecho es que la
carrera de Mia parece ya incotenible. En Agosto de 1967 firma para la Paramount
un contrato para filmar La semilla del diablo, y es llamada para representar el
principal papel femenino (por el que Jane Wyman ganara un Oscar en 1948) en la
remake televisiva de Johny
Belinda. En un principio, el productor del proyecto, David Susskind,
se muestra remiso a hacerse con sus servicios, entre otras cosas porque el
hecho de ser "Mrs. Frank Sinatra" podía resultar perjudicial para el
personaje. Sin embargo, termina por aceptarla y queda más que satisfecho con su
profesionalidad. Una mañana, Mia no asiste a la filmación. Ha sido
hospitalizada, y aunque la productora baraja la posibilidad de buscar
reemplazante, finalmente decide no hacerlo. A los pocos días la actriz regresa
al plató. De acuerdo a los testimonios de Susskind (que tiempo después Mia se
encargó de desmentir), su cuerpo estaba cubierto de cardenales. Sinatra era
bien conocido por sus ataques de violencia y, después de su turbulento
matrimonio con Ava Gardner, manifestaba a todo el que quisiera oírlo que
deseaba tener una esposa que se quedara en casa. Según el diseñador de
producción Richard Sylbert, “de pronto su nueva esposa no sólo no se quedaba en
casa, sino que iba a protagonizar la película más comentada del año”.
En Octubre de 1967 Mia
comienza la filmación de una de las cintas más famosas de la época, La semilla del diablo. La
aceptación del papel de Rosemary supuso la ruptura de la pareja: “Este trabajo
significó mucho para mí - dijo la Farrow años después -, tanto en mi vida
privada como profesional”. En palabras del mismo Sylbert, citadas por Sam
Rubin, se trató, definitivamente, de una decisión tomada muy claramente por la
actriz. “Haz esta película y nuestro matrimonio habrá acabado”, la amenazó
Sinatra, pero ella no se arredró. La Paramount había comprado los derechos de
la famosísima novela de Ira Levin por ciento cincuenta mil dólares, y el
proyecto fue puesto en manos de Roman Polanski, en aquellos tiempos director de
moda, por el productor William Castle. El personaje de Rosemary exigía una
actriz rubia y muy atractiva. En un principio Polanski pensó en Tuesday Weld,
amiga de su esposa Sharon Tate, pero la Paramount la desechó por poco conocida.
El ejecutivo Bob Evans sugirió entonces al realizador polaco el nombre de Mia
Farrow. Este vio algunos capítulos de Peyton Place y decidió que el papel era
perfecto para ella.

Las presiones de Sinatra se
multiplicaron. No sólo resultaba evidente para todos que seguía sometiéndola a
apremios físicos, sino que exigía a los ejecutivos de la Paramount que acabasen
la filmación cuanto antes para que su esposa pudiera comenzar a rodar con él su
último proyecto, El detective, en
el que la actriz había aceptado trabajar después de varias súplicas de La Voz.
Pero Mia estaba decidida a terminar la película, aunque supusiera el fin de su
matrimonio, o tal vez por eso mismo. (...) En diciembre recibe en el propio
plató donde se está filmando La
semilla del diablo los papeles del divorcio. Polanski la encuentra en
su camerino llorando desesperadamente. La escena que debe rodar a continuación
ha de ser repetida cuatro veces. Mia vuela de fiebre y acude al médico. No
obstante, decide que su vida personal no debe interferir en la marcha de la
filmación.
La prensa recibió su
interpretación como una de las mejores del año. Para el crítico del Hollywood Reporter la actriz se había adueñado por
completo del personaje transformando “las unidimensionales situaciones de
inocencia, dolor y horror en un logro absolutamente personal”. En el New York Times, Renata
Adler escribió que “Mia Farrow está sencillamente maravillosa y es el motivo
principal de que la audiencia permanezca durante más de dos horas inmóvil en
sus butacas”. (...) Nuevamente Mia disfrutaba del éxito por derecho propio, al
tiempo que demostraba que había madurado lo suficiente para no vacilar ante lo
que había demostrado, con creces, era su verdadera vocación.
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Extractos del libro "Mia Farrow"
de Jonio González
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