jueves, 10 de octubre de 2013

La muerte es un ruido de fondo

Nuestra casa mostraba un aspecto viejo y mustio, con la luz del porche iluminando un triciclo de plástico y una pila de troncos de cera y serrín destinados a proporcionar tres horas de llamas coloreadas. Denise, sentada en la cocina, hacía sus deberes sin perder de vista a Wilder, quien había descendido por la escalera y permanecía sentado en el suelo y abstraído en la contemplación de la puerta del horno. Edificios en silencio, jardines suavemente inclinados y envueltos en sombras. Cerramos la puerta y nos desnudamos. La cama estaba hecha una pena. Revistas, barras de cortina, un negruzco calcetín de niño. Babette canturreó algo extraído de un espectáculo de Broadway mientras depositaba las barras en un rincón. Nos abrazamos, nos dejamos caer sobre la cama de un modo controlado y ajustamos nuestras posturas zambulléndonos mutuamente en nuestros cuerpos, intentando apartar las sábanas con los tobillos. Su cuerpo cuenta con varias depresiones alargadas, lugares en los que la mano puede detenerse a explorar, espacios que aminoran los ritmos. Estábamos convencidos de que algo habitaba en el sótano.

— ¿Qué quieres hacer? — dijo ella.
— Lo que tú quieras.
— Lo que sea mejor para ti.
— Para mí, lo mejor es complacerte — dije.
— Quiero que te sientas feliz, Jack.
— Me siento feliz cuando te complazco.
— Tan sólo quiero hacer lo que tú quieras.
— Y yo quiero hacer lo que sea mejor para ti.
— Pero puedes complacerme permitiendo que sea yo quien te complazca — repuso ella.
— Como elemento masculino, considero que complacer al otro forma parte de mi responsabilidad.
— No estoy segura de si eso es una declaración afectuosa y sensible o una observación sexista.
— ¿Acaso está mal que el hombre se muestre considerado con su pareja? 
- Tu pareja cuando jugamos al tenis —cosa que, dicho sea de paso, deberíamos empezar a hacer de nuevo—, pero aparte de eso soy tu mujer. ¿Quieres que te lea?
— Magnífico.
— Sé que te gusta que te lea cosas sexy.
— Pensé que a ti también te gustaba.
— ¿Acaso no es básicamente la persona a la que se está leyendo la que obtiene la satisfacción y el beneficio? Cuando leo para el Viejo Treadwell no es precisamente porque encuentre estimulantes esos periodicuchos.
— Treadwell está ciego, y yo no. Pensé que te gustaba leer pasajes eróticos.
— Me gusta si te gusta a ti.
— Pero es que también tiene que gustarte a ti, Baba. ¿Cómo iba a sentirme yo, de otro modo?
— Yo disfruto con que te guste mi lectura.
— Tengo la sensación de que estamos echándonos una patata caliente el uno al otro. Una patata caliente que consiste en determinar quién es el que disfruta con ello.
— Me apetece leer, Jack. En serio.
— ¿Estás total y completamente segura? Porque si no es así, en modo alguno lo haremos.

Alguien encendió el televisor en un extremo de la casa y una voz de mujer dijo: «Si se parte en trozos con facilidad se denomina esquisto, y huele a arcilla cuando se moja.» Escuchamos el suave y constante murmullo del tráfico nocturno.

— Elige siglo —dije—. ¿Quieres leer algo acerca de esclavas etruscas o prefieres calaveras georgianas? Creo que tenemos cosas que hablan de burdeles de flagelación. ¿Qué me dices de la Edad Media? Tenemos íncubos y súcubos. Monjas en abundancia.
— Lo que prefieras.
— Prefiero que elijas tú. Resulta más sexy de ese modo.
— Uno elige y el otro lee. ¿No es mejor lograr un equilibrio, una especie de toma y daca? ¿Acaso no es eso lo que realmente lo hace sexy?
— Tensión , suspense... estupendo. Elijo yo.
— Y yo leo —repuso ella—. Pero no quiero que elijas nada en lo que aparezcan hombres literalmente en el interior de las mujeres u hombres que penetran a las mujeres. «La penetré.» «Me penetró.» No somos vestíbulos ni ascensores. «Le deseaba en mi interior», como si el otro pudiera arrastrarse por completo dentro de ella, firmar el registro, dormir, comer, etcétera. ¿Podemos dejar eso claro? No me importa lo que hagan esas personas siempre y cuando no penetren ni sean penetradas.
— De acuerdo.
— «La penetré y comencé a embestirla.» completamente de acuerdo —dije.
— «Penétrame, penétrame, sí, sí.»
— Sin duda, un estilo totalmente absurdo.
— «Clávamela, Rex. Te quiero dentro de mí, quiero que me penetres con fuerza, quiero que me penetres profundamente, sí, ahora, ¡oh!»

Comencé a notar que se anunciaba una erección. Qué estúpido todo, cuán fuera de contexto. Babette se echó a reír ante sus propias frases. La televisión dijo: «Hasta que los cirujanos de Florida le instalaron una aleta artificial.»


Babette y yo nos contamos todo. Según el momento, le he contado todo a todas mis esposas. Claro está que a medida que se acumulan los matrimonios hay más cosas que contar, pero cuando digo que creo en la sinceridad absoluta no me refiero a ello en un sentido grosero, como si se tratara de un deporte anecdótico o de una revelación a medias. Es una forma de autorrenovación a la vez que un gesto de confianza en la custodia. El amor nos ayuda a desarrollar una identidad lo bastante segura como para permitirnos depositarla bajo el cuidado y protección del otro. Babette y yo hemos consagrado nuestras vidas a un afectuoso amparo mutuo, las hemos revisado bajo la luz de la luna exponiéndolas sobre la palidez de nuestras manos, hemos hablado hasta altas horas de la noche de padres y madres, de nuestra niñez, de nuestras amistades, de nuestros despertares, de nuestros antiguos amores y de nuestros antiguos miedos (con excepción del miedo a la muerte). No cabe olvidar detalle alguno, ni siquiera un perro con garrapatas o la ocasión en que el hijo de los vecinos se tragó un insecto para ganar una apuesta. El olor de las despensas, la sensación de los atardeceres vacíos, de las cosas que llueven sobre nuestra piel, cosas tales como hechos y pasiones, la conciencia del dolor, la pérdida, el disgusto y los placeres que nos dejan sin respiración. En estas confesiones nocturnas creamos un espacio entre las cosas tal y como las experimentamos entonces y tal y como hablamos de ellas ahora. Se trata de un espacio reservado para la ironía, la comprensión y el afecto divertido, el medio de rescatarnos a nosotros mismos del pasado. Me decidí por el siglo veinte. Me puse el albornoz y acudí al dormitorio de Heinrich en busca de una revista barata de la que Babette pudiera leer: una de ésas que publica cartas de los lectores con el relato de sus experiencias sexuales. Se me antojaba como una de las pocas cosas con que la imaginación moderna había contribuido a la historia de las prácticas eróticas. Son cartas en las que descubrimos la existencia de una doble fantasía. La gente escribe episodios imaginarios y a continuación los ve publicados en una revista de difusión nacional. ¿Dónde reside el auténtico estímulo? Wilder estaba en la habitación, contemplando cómo Heinrich realizaba un experimento de física con bolas de acero y un cuenco de ensalada. Heinrich llevaba puesto un batín de felpa, con una toalla en torno al cuello y otra alrededor de la cabeza. Me dijo que buscara en el piso de abajo. Apilados en un montón de revistas viejas encontré algunos álbumes de fotografías familiares, uno de los cuales tendría al menos cincuenta años. Los subí al dormitorio. Permanecimos horas sentados en la cama, mirándolos. Niños guiñando los ojos ante el resplandor del sol, mujeres cubiertas con sombreros veraniegos, hombres cubriéndose el rostro ante la luz, como si el pasado poseyera una calidad de luminosidad ya desconocida para nosotros, un fulgor dominical que obligaba a aquellas personas —vestidas de domingo para acudir a misa— a tensar sus facciones y contemplar el futuro oblicuamente, acaso algo distantes, mostrando una sonrisa inmóvil y bien dibujada, escépticas ante algo inherente a la naturaleza de la cámara oscura. ¿Quién de los dos morirá primero?

Ruido de fondo
 Don DeLillo


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