martes, 26 de julio de 2011

Latencia

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No podía por más tiempo omitir de mi reflexión lo siguiente: que había descubierto esa foto remontándome en el Tiempo. Los griegos penetraban en la Muerte andando hacia atrás: tenían ante ellos el pasado. Así he remontado yo toda una vida, no la mía, sino la de aquella a quien yo amaba. Partiendo de su última imagen, tomada el verano anterior a su muerte (tan extenuada, tan noble, sentada ante la puerta de nuestra casa, rodeada de mis amigos), llegué, remontando tres cuartos de siglo, a la imagen de una niña. Desde luego, la perdía entonces dos veces, en su fatiga final y en su primera foto, que era para mí la última; pero también era entonces cuando todo basculaba y la podía reencontrar por fin tal como ella era en sí misma... 


Todos pretenden que mi pena es mayor debido a que viví toda mi vida con ella; pero mi pena proviene del hecho de ser ella quien era; y es por ser ella quien era por lo que viví con ella. A la Madre como Bien, ella había añadido la gracia de ser un alma particular. Yo podía decir, igual que el Narrador proustiano a la muerte de su abuela: "no me empeñaba solo en sufrir, sino también en respetar la originalidad de mi sufrimiento"; pues esa originalidad era el reflejo de lo que en ella había de absolutamente irreductible, y por ello mismo perdido de una vez para siempre. Suele decirse que, a través de su labor progresiva, el duelo va borrando lentamente el dolor; no podía, no puedo creerlo; pues, para mí, el Tiempo elimina la emoción de la pérdida (no lloro), nada más. Para el resto, todo permanece inmóvil. Puesto que lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser; y un tampoco un ser, sino una cualidad (un alma): no lo indispensable, sino lo irremplazable. Yo podía vivir sin la Madre (todos lo hacemos, más o menos tarde); pero lo que me quedaba de vida sería por descontado y hasta el final incalificable (sin cualidad).

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En el tiempo (al principio de este libro: qué lejos queda) en que me interrogaba sobre mi apego hacia ciertas fotos, había creído poder distinguir un campo de interés cultural (el studium) y ese rayado inesperado que acudía a veces a atravesar ese campo y que yo llamaba punctum. Ahora sé que existe otro punctum (otro "estigma") distinto del "detalle". Este nuevo punctum, que no está ya en la forma, sino que es de intensidad, es el Tiempo, es el desgarrador énfasis del noema "esto-ha-sido", su representación pura.

En 1865, el joven Lewis Payne intentó asesinar al secretario de Estado norteamericano, W.H. Seward. Alexander Gardner lo fotografió en su celda; en ella Payne espera la horca. La foto es bella, el muchacho también lo es: esto es el studium. Pero el punctum es: va a morir. Yo leo al mismo tiempo: esto será y esto ha sido; observo horrorizado un futuro anterior en el que lo se ventila es la muerte. Dándome el pasado absoluto de la pose (aoristo), la fotografía me expresa la muerte en futuro. Lo más punzante es el descubrimiento de esa equivalencia. Ante la foto de mi madre de niña me digo: ella va a morir: me estremezco, como el psicótico de Winnicott, a causa de una catástrofe que ya ha tenido lugar. Tanto si el sujeto ha muerto como si no, toda fotografía es siempre esta catástrofe.

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Es porque hay siempre en ella ese signo imperioso de mi muerte futura por lo que cada foto, aunque esté aparentemente bien aferrada al mundo excitado de los vivos, nos interpela a cada uno de nosotros, por separado, al margen de toda generalidad (pero no al margen de toda trascendencia). Por lo demás, salvo en el modesto ceremonial de algunos veladas tediosas, las fotos las miramos solos. Soporto a duras penas la proyección privada de un filme (no hay suficiente público), pero necesito estar solo ante las fotos que miro. Hacia finales de la Edad Media ciertos creyentes sustituyeron la lectura o la plegaria colectiva por una lectura, una plegaria individual, simple, interiorizada, meditativa (devotio moderna). Tal es, me parece, el régimen de la spectatio.

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Si una foto me gusta, si me trastorna, me entretengo contemplándola. ¿Qué hago durante todo el tiempo que permanezco ahí, ante ella? La miro, la escruto, como si quisiera saber más sobre la cosa o la persona que la foto representa. Perdido en el fondo del Invernadero, el rostro de mi madre, borroso, descolorido. En un primer movimiento exclamé: "¡Es ella! ¡Es ella misma! ¡Es ella por fin!". Ahora intento saber - y poder decir perfectamente - por qué, en qué es ella. Tengo ganas de delimitar con el pensamiento el rostro amado, de hacer de él el campo único de una observación intensa; tengo ganas de ampliar ese rostro para verlo mejor, para comprenderlo mejor, para conocer su verdad (y a veces, ingenuo, confío esta tarea a un laboratorio). Creo que ampliando el detalle gradualmente (de modo que cada cliché engendre detalles más pequeños que en el cliché precedente) lograré llegar hasta el ser de mi madre. Lo que Marey y Muybridge han hecho como operatores, quiero hacerlo yo como spectator: descompongo, apmlío y, si así puede decirse, voy más despacio con el fin de tener tiempo para saber. 


La fotografía justifica tal deseo, incluso si no lo colma: sólo puedo tener la esperanza excesiva de descubrir la verdad por el hecho de que el noema de la Foto es precisamente que esto ha sido y porque vivo con la ilusión de que basta con limpiar la superficie de la imagen para acceder a lo que hay detrás: escrutar quiere decir volver del revés la foto, entrar en la profundidad del papel, alcanzar su cara inversa (lo que está oculto es para nosotros los occidentales más "verdadero" que lo que es visible). Desgraciadamente, por mucho que escrute no descubro nada: si amplío, no aparece otra cosa que la rugosidad del papel: deshago la imagen en beneficio de su materia; y si no amplío, si me contento con escrutar, sólo obtengo la certeza poseída desde hace tiempo, desde el primer vistazo, de que esto ha sido efectivamente: el golpe de tornillo no ha servido para nada. Ante la Foto del Invernadero soy un mal soñador que tiende los brazos en vano hacia la posesión de la imagen, soy como Golaud exclamando "¡Miseria de vida!", porque jamás conocerá la verdad de Melisanda. (Melisanda no oculta, pero tampoco habla. Así es la Foto: no sabe decir lo que da a ver).

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Roland Barthes. La cámara lúcida. Fragmentos.

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Un año desde que te fuiste, María.
Y seguimos igual, qué digo, peor; con el corazón más sucio y desordenado si cabe, confuso, perezoso.

A veces somos despreciables, pero por suerte ya no estás para verlo.

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