domingo, 10 de febrero de 2013

En el tranvía ovárico (I)

Mi amigo Kronski solía burlarse de mis "euforias". Era su forma indirecta de que recordara, cuando estaba extraordinariamente alegre, que al día siguiente me encontraría deprimido. Era cierto. Sólo tenía altibajos. Largos períodos de abatimiento y melancolía seguidos de extravagantes estallidos de júbilo, de inspiración parecida al estado de trance. Nunca un nivel en que fuera yo mismo. Era o bien anónimo o bien la persona llamada Henry Miller elevada a la enésima potencia. En este último talante, por ejemplo, podía contar a Hymie todo un libro, mientras íbamos en el tranvía, a Hymie, que nunca sospechó que yo fuera otra cosa que un buen jefe de personal. Parece que estoy viendo sus ojos ahora, mirándome una noche que estaba en uno de mis estados de "euforia". Habíamos cogido el tranvía en el puente de Brooklyn para ir a un piso en Greenpoint donde nos esperaban un par de fulanas. Hymie había empezado a hablarme, como de costumbre, de los ovarios de su mujer. En primer lugar, Hymie no sabía con precisión lo que eran los ovarios; así que estaba explicándoselo de forma cruda y simple. De repente, en plena explicación, me pareció tan profundamente trágico y ridículo que Hymie no supiera lo que eran los ovarios, que me sentí borracho, tan borracho como si me hubiese tomado un litro de whisky. De la idea de los ovarios enfermos germinó con la velocidad de un relámpago una especie de vegetación tropical compuesta del más heterogéneo surtido de baratillo, en medio del cual se encontraban instalados, seguros y tenaces, por decirlo así, Dante y Shakespeare. En el mismo instante recordé también de repente la cadena de mis propios pensamientos que había comenzado hacia la mitad del puente de Brooklyn y que la palabra "ovarios"; había interrumpido de improviso. Comprendí que todo lo que Hymie había dicho hasta la palabra "ovarios"; había pasado por mí como arena por un tamiz. 


Lo que había comenzado en medio del puente de Brooklyn era lo que había comenzado una y mil veces en el pasado, generalmente cuando me dirigía a la tienda de mi padre, cosa que se producía un día tras otro como en trance. En resumen, lo que había comenzado era un libro de horas, del tedio y la monotonía de mi vida en medio de una actividad feroz. Hacía años que no pensaba en aquel libro que solía escribir cada día en el trayecto de Delancey Street a Murray Hill. Pero, al pasar por el puente con la puesta de sol y los rascacielos brillando como cadáveres fosforescentes, sobrevino el recuerdo del pasado... el recuerdo de ir y venir por el puente, de ir a un trabajo que era la muerte, de regresar a un hogar que era un depósito de cadáveres, de recitar de memoria Fausto al tiempo que miraba el cementerio allí abajo, de escupir al cementerio desde el tren elevado, el mismo guarda en el andén cada día, un imbécil, y los otros imbéciles leyendo sus periódicos, nuevos rascacielos en construcción, nuevas tumbas en las que trabajar y morir, los barcos que pasaban por abajo, la Fall River Line, la Albany Day Line, por qué voy a trabajar, qué voy a hacer esta noche, cómo podría meterle mano en el cálido coño a la gachí de al lado, escapa y hazte vaquero, prueba suerte en Alaska, las minas de oro, apéate y da la vuelta, no te muevas todavía, espera un día más, un golpe de suerte,el río, acaba con todo de una vez, hacia abajo, hacia abajo, como un sacacorchos, la cabeza y los hombros en el fango, las piernas libres, los peces vendrán a morder, mañana una vida nueva, dónde, en cualquier parte, por qué empezar de nuevo, en todas partes es lo mismo, la muerte es la solución, pero no te mueras todavía, espera un día más, un golpe de suerte, una cara nueva, un nuevo amigo, millones de oportunidades, eres muy joven todavía.


Hymie, el sapo, era la patata ovárica, engendrada en el paso elevado entre dos orillas: para él se habían construido los rascacielos, se había destrozado la selva, se había asesinado a los indios, se había exterminado a los búfalos, para él se habían unido las ciudades gemelas mediante el puente de Brooklyn, se habían bajado las compuertas, se habían tendido los cables de una torre a otra; para él se sentaban los hombres patas arriba en el cielo a escribir palabras con fuego y humo; para él se inventaron los anestésicos y los fórceps y el gran Bertha que podía destruir lo que el ojo no podía ver; para él se descompuso la molécula y se reveló que el átomo carecía de sustancia; para él se escudriñaban cada noche las estrellas con telescopios y se fotografiaban mundos nacientes en el acto de la gestación; para él se redujeron a la nada las barreras del tiempo y del espacio y los sumos sacerdotes del cosmos desposeídos explicaron irrefutable e indiscutiblemente cualquier clase de movimiento, ya se tratara del vuelo de las aves o la revolución de los planetas. 

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Trópico de Capricornio
Henry Miller

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