domingo, 17 de febrero de 2013

Hollywood y la muerte


En cinco minutos llego por fin a mi cama. Puedo sentir ya el tacto de las sábanas en los dedos de los pies. Solo quiero hundirme en mi colchón nuevo, ni muy duro ni muy blando, y reposar la cabeza cerca de la almohada de más que guardo por nostalgia. Voy a meterme y a dormir hasta la hora de comer porque no tengo nada importante que hacer mañana, ni al otro, ni al otro. Revisaré cuántas ETTs interesadas en pagarme menos de 7 euros la hora han visitado mi currículum vitae y por la noche soñaré con las faldas de vuelo y las joyas elegantes de las actrices de los Goya. 

No sé cuánto dinero me he gastado hoy ni cuántas copas he bebido. No nos hacía falta hielo porque las gotas de lluvia caían dentro del vaso de vino empeorando aún más su sabor. Sentados en la acera, ha habido un momento en el que todos nos hemos quedado en silencio al mismo tiempo. En esa calle siempre hay chavales con ganas de más a los que no les importa ni el frío ni el cansancio.  

Es curioso que hayamos cogido la autopista para un trayecto tan corto, pero bueno, así llegamos antes, y yo me bajo la primera. Ah, otra vez la broma infantil de adelantar al contrario. El otro vehículo nos gana y ya está bien que así sea porque a nosotros nos toca desviarnos. Ahí está, nuestra salida. ¿Pero no estamos yendo demasiado deprisa?


Sale humo de la guantera pero no tengo cristales rotos sobre mí. No siento dolor. No entiendo nada. Repito una muletilla sin sentido en inglés y abro a toda prisa la puerta del coche, que ni siquiera está abollada. Se me cae el bolso y la capucha del abrigo al suelo. Veo mis zapatos sucios. 

A unos metros de distancia prudente el desastre coge forma. Now I see the whole picture. El motor del coche está aplastado y arrugado como papel pinocho. La matrícula y otras piezas han salido disparadas y se han esparcido por el asfalto mojado como canicas. Algunos conductores aflojan la velocidad al pasar por nuestro lado y ejercen de mirones asombrados. Una pareja se acerca y se asegura de que todos estamos bien. Asiento con la cabeza y me cubro media cara con mi pañuelo de cachemira favorito. Se escucha un resoplo general.

Al otro lado del barranco el tren se acerca y, con la velocidad, cada ventana parece un fotograma. Sigo sin entender lo que ha sucedido y me siento engañada. No ha habido flashback alguno. No he visto mis 22 años de vida condensados como un acordeón y pasando delante de mí a cámara rápida. No he tenido tiempo de pensar ni en mis padres ni en mi hermano ni en mis amigos ni en mi ex pareja. No he podido recordar la cara que puso mi padre cuando vio mi cabeza apepinada por primera vez, ni la temperatura del agua de la bañera en la que mi abuela me hizo rezar por la muerte de mi otra abuela, ni la fuerza con la que me agarré a su espalda cuando perdí la virginidad en un humilde hostal de la Costa Brava. 

He cerrado los ojos y todo se ha vuelto negro por corte, sin misericordia, sin ni siquiera un fundido que indicara transición temporal.   

El tránsito visual hacia la muerte no existe. Y pensándolo bien, quizá sea mejor así. 

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